domingo, 16 de enero de 2011

CAPÍTULO SIETE.

Depués de horas hablando sentadas encima de la cama, después de mil abrazos y millones de lágrimas, Paola decide que ya es hora de marcharse y dejar que su amiga descanse. La ve ojerosa y desmejorada. Y no lo soporta. Su amiga es la misma que era dos días atrás y le gustaría hacer algo para cambiarlo. Pero sabe que es imposible.

-Bueno, yo ya me voy.-Comenta con voz cansada y un tono preocupado.-¿Estarás bien?
-Sí, tranquila, vete a casa. Si necesito algo tengo a Lucas.-Adara intenta quitarle importancia, no quiere que su amiga la vea mal.
-¿Nos vemos mañana en clase?
-No sé. Alomejor no voy. Depende de como me encuentre.
-Claro. Lo entiendo.-Paola se levanta, da un beso a su amiga en la mejilla, un abrazo, una sonrisa para infundirle valor y fuerza y se dirige hacia la puerta.

Antes de salir Paola se gira y mira otra vez a su amiga. Y al contemplar sus grandes ojos verdes se da cuenta de que algo ha cambiado. Su amiga ya no es la misma. Ya nunca será igual. Sabe que nada volverá a ser como antes. Y lo sabe por que su brillo se va apagando poco a poco, la intensidad ya no es la misma, y lo único que transmite es tristeza.
Paola baja las escaleras y al llegar al salón ve a Lucas dormido en el sofá. Lástima. Le hubiera gustado continuar lo que horas antes dejaron a medias. Se acerca al sofá y ve que su bolso está debajo de él. Intenta cogerlo sin hacer ruido ni movimientos bruscos, pero no lo consigue, y al final, aunque no quiere, no le queda más remedio que despertarlo.

-Ey.-Es lo único que él consigue decir, todavía dormido, intentando que sus ojos se acostumbren a la luz.
-Tranquilo, solo quería coger el bolso. Ya me iba.
-¿Quieres que te acompañe a casa?-Se levanta y le entrega el bolso.-Te llevo en el coche.
-Ya he llamado a un taxi. La próxima vez será.

Lucas acompaña a Paola hasta la puerta. En su mente va repitiendo todo lo que ha pasado esa tarde. Y se da cuenta que Paola le ha hecho mucho bien, le ha venido bien llorar, desahogarse. Por una vez no era él el que consolaba al resto del mundo. Había estado con él cuando más necesitaba de compañia y comprensión. Le habia estado apoyando. Ella. La única persona que no tenía ninguna obligación para hacerlo. Y, probablemente, se lo agadecería toda la vida. Pero no sabía como poner esos pensamientos en palabras, y se limitó a decir:

-Gracias...por lo de hoy...por el chocolate...ayudarme con mi hermana...-Las palabras salían torpemente de su boca. Y Paola le interrumpió, sacándolo de un apuro.
-No hace falta que me agradezcas nada. Si me necesitais, llamarme.

Lucas observa como Paola sale de la casa y se sube al taxi. La ve desaparecer en la oscuridad de la noche. Y sonríe. Piensa que es una chica fantástica. Cierra la puerta y sube a su habitación a dormir.
 
 
 
Suena el despertador. Lucas se remueve entre las sábanas, buscando el lugar de donde proviene ese ruido que le taladra la cabeza. Lo encuentra. Apaga el despertador para liberarse de ese espantoso pitido. Las seis y media. Debe despertar a Adara para que vaya al instituto. Ese era trabajo de su madre, pero ella ya no está. Siente una punzada en el pecho al recordarlo. Se mira en el espejo. Tiene que tener la mejor de las sonrisas para animar a su hermana. Camina lentamente hacia la puerta, todavía un poco dormido, y la abre. Deambula hasta las escaleras, y las baja agarrándose a la barandilla. Enciende la brillante y potente luz de la cocina, que le ciega, aunque le sirve para desperezarse. Se aproxima a los armarios y abre el segundo. Saca la taza rosa de Adara y la llena de leche. Camina hacia el microondas y la mete dentro. A ella le gusta la leche caliente. Tiene hambre, y le apetece comerse algo, pero decide seguir preparándole el desayuno a su hermana. Coge la bandeja blanca colocada en la gran encimera de mármol y pone encima la taza, acompañada por una pequeña cucharilla y dos platos repletos de galletas y magdalenas de chocolate. Lo coloca todo y agarra la bandeja, abandonando la cocina. Pasa por el salón, por el recibidor y sube las escaleras. Se inclina un poco hacia delante para no tropezarse y echar a perder todo el desayuno. Una vez arriba, camina hacia la habitación de ella. La puerta está cerrada. Posa la bandeja en su mano izquierda, intentando no perder el equilibrio, y abre con la otra. Recupera la bandeja y se acerca a Adara. Está dormida. Su respiración es acompasada, tranquila. Es incluso dulce. La mira entornando los ojos y sonríe. Y por un momento piensa que sería mejor no despertarla. Dejarla ahí. Pero sacude la cabeza y le toca el hombro. La mueve lentamente y susurra su nombre. Un susurro inaudible que ni él mismo oye. Y vuelve a repetirlo, un poco más alto. Y ella se encoge de hombros, confundida, pero no despierta. Él susurra cada vez más fuerte, hasta que abre los ojos débilmente. Y lo mira. Tiene la mirada sorprendida, como si no supiera quién es él. Y entonces se incorpora y lo mira mejor.

-¿Qué haces aquí, qué hora es?
-¿Te parece bonito preguntarme que hago aquí? ¿Acaso no puedo venir a despertarte? -Él sonríe, y coge la bandeja, colocándosela con sumo cuidado en las piernas.
-¿Me has preparado el desayuno?
-Sí, y como no te calles ya y te lo tomes, la leche se enfriará, y no quiero bajar a calentartela de nuevo.
-No tenías por qué hacerlo, me lo habría preparado yo.
-Tómatelo y calla.

Adara se despereza, aún soñolienta. Y se lleva la taza a la boca, sonriendo al notar el buen sabor de la leche. Coge también algunas galletas, y dos magdalenas de chocolate. Se las come con gusto, con hambre. Le da las gracias una vez más y él se lleva la bandeja semivacía abajo, comiéndose las magdalenas que ella se ha dejado.
Se incorpora, estirándose y emitiendo algún que otro bostezo entrecortado. Se aparta las sábanas y baja de la gran cama. Se mira en el espejo, pero su reflejo no es mejor que el del día anterior. Se ve incluso peor, mucho más ojerosa y pálida. Suspira enfadada y se dirige al armario. Normalmente se habría puesto el uniforme del instituto con algún arreglo. Quizá un cinturón que resaltara sus prominentes curvas, o unos cuantos alfileres que lo ajustaran algo más. Pero hoy se dirige sin vitalidad a él, y lo coge sin ganas. Se desviste y se lo coloca, volviéndose al espejo. Siente que incluso ha perdido su silueta. Le da la impresión de estar muchísimo menos estilizada. Se sienta en la silla que hay justo enfrente de su gran tocador y coge el peine. Se cepilla el pelo vagamente, como si lo hiciera por obligación. Decide hacerse una coleta alta. Se pone un poco de colorete y un escaso toque de sombra de ojos. Ni siquiera utiliza rimel. Sabe que no servirá de nada. ¿Para qué? Danel ya no está en mi vida, no necesito estar guapa para nadie que no sea él, piensa. Agarra la mochila y se la posa en el hombro. Pasa por el baño, y sale a penas tres minutos después, corriendo.
Baja las escaleras y ve a su hermano tirado en el sofá, observándola.

-Me voy, Lucas.
-¿Ya? Pero si son las siete menos diez...
-Sí, pero me voy. Quiero despejarme y respirar un poco.
-Esta bien. ¿Te acerco yo al instituto?
-No, cogeré la moto.
-Ten cuidado.
-Siempre lo tengo.

Adara abre la puerta y la cierra lentamente. No quiere despertar a su padre. Trabaja mucho y quiere que descanse. Pero no sabe que él no está en su habitación.
Se sube en la moto, colocándose el casco. Mete la llave y arranca. Arranca veloz, saliendo de ese escondite, esa cueva que la ha refugiado tantas horas. Esta harta de pasar las tardes en su casa, pero siente que no le gustaría estar en otra parte. La gente siente lástima por ella. Ella. La perfecta, la guapa, la egocéntrica pero simpática, amigable. La afortunada, la enamorada. ¿Quién es ahora? ¿La fea, la chicas más imperfecta del mundo? ¿La solitaria, la traicionada? No quiere ni pensarlo. Y cada vez intensifica la velocidad. Y siente como el viento la despeina, como baila con su pelo. Siente como roza su cara, como golpea sus manos y piernas. Y sigue, refugiada en su pequeña vespa rosa que la acompaña hacia quién sabe dónde. Sólo quiere escapar, quiere liberarse, quiere desaparecer. En cambio, se dirige hacia el instituto. Hacia las clases, hacia las miradas curiosas que querrán interrogarla. Las mismas miradas que fueron testigo del engaño de Danel. De sus gritos, de su relación rompiéndose. Se frota la frente. Quiere despejar su mente. Pero le es imposible. Mira hacia delante, pero no sabe en qué pensar. Tiene la mente revolucionada, aunque su mirada se concentra en la carretera. Y en ese semáforo. Maldito semáforo. Siempre lo pillo en rojo, se lamenta. Reduce la velocidad y se apoya en una pierna. Saca rápidamente del bolsillo trasero de su mochila el Ipod blanco y se coloca los auriculares. Cree que algo de música la despistará. O quizá todo lo contrario, pero le vendrá bien. Lo enciende y busca alguna canción. Antes de oír la música, escucha desde atrás el sonido de la estridente bocina de un coche, y se gira molesta. El conductor le señala el semáforo, que está en verde. Y ella se encoge de hombros, y piensa que ese hombre es muy impaciente. Escoge la primera canción que ve y arranca de nuevo, enseñándole el dedo al inquieto conductor. Se aleja rápidamente, complacida por aquel gesto. Y se sumerge en la canción.<<Tú eres quién me hace llorar, pero sólo tú me puedes consolar>>. Y empieza a hablar consigo misma. Sí. Sólo tú. Necesito un abrazo, uno de esos que protegen. Que te hace sentir especial. Tú puedes consolarme. Te necesito a tí. Y la canción sigue sonando, sin parar. <<Te regalo mi amor, te regalo mi vida. A pesar del dolor eres tú quién me inspira. No somos perfectos somos polos opuestos. Te amo con fuerza, te odio a momentos>>. Piensa y pronuncia cada una de las palabras al mismo tiempo que la cantante. Y piensa, sobretodo, en él, aunque le odia, aunque no quiere hacerlo. Apenas puede creer que ya esté en el instituto. Aparca la moto y la apaga, bajándose de un salto. Saca el candado del sillín y se arrodilla para colocarlo. Con el pequeño "clic" se asegura de que esta cerrado. Se incorpora de nuevo y camina. Apaga el Ipod, suponiendo que la música le hace pensar más en él, y es algo que desea no hacer. Se sienta en un pequeño banco que hay enfrente de la entrada y se sujeta la cabeza. Espera. Espera a alguien, o quizá a nadie. No sabe muy bien a qué o a quién. Quizá al conserje, para que abra las puertas, y entrar. Quizá espere a Paola, aunque no tiene ganas de hablar con nadie. Su madre. Desea que aparezca ella, pero también descubre que quiere que aparezca él. Él con su gran sonrisa, con sus grandes brazos. Con sus preciosos ojos. Y entonces, justo en ese momento, se percata de algo. No. Es imposible. Se da cuenta de que él jamás volverá a aparecer. Tal vez sí, pero no de la misma forma. Aparecerá sin ese beso que los unía, que demostraba amor. Sin esas miradas dulces y cómplices. Y siente que su corazón le da otro vuelco, queriendo salir de su pecho.
Pasan segundos. Algo más retrasados, aparecen los minutos. Y algo mucho después, aparece Paola.
Adara la mira desde el banco. La ve caminar, dando esos divertidos saltos que la caracterizan. Escucha música en su mp3. Mueve la cabeza ligeramente al ritmo de la canción. De repente su mirada se entrelaza con la de su amiga, que la observa sorprendida y curiosa. Corre hacia ella sonriendo y la abraza de golpe, con fuerza. Tambalean un poco, pero no se caen.

-¡Eh! ¡¿Qué haces aquí tan pronto?! ¡Pensé que no vendrías!
-Creí que me vendría bien salir un poco de casa, y salir a respirar aire puro.
-En ese caso, ¡perfecto! -Paola coge a su amiga de la mano, sentándose a su lado.

Se quedan en silencio durante algunos segundos, mirando aquí y allá. Cuando sus miradas se cruzan sonríen, encogiéndose de hombros.
El sonido de la llave que abre la gran puerta principal las hace reaccionar y se levantan, dirigiéndose hacia el conserje.

-¡Buenos días Fernando!
-Hola chicas. Sois las primeras. ¿A qué se debe?
-Nos aburríamos en casa. -Se despiden con la mano, adentrándose en el instituto.
Caminan lentamente hacia la clase de castellano. Comentan mil cosas. Sobre esto, sobre aquello. Temas sin importancia o cotilleos nuevos. Adara intenta transmitir a Paola entusiasmo y vitalidad, aunque no lo consigue demasiado.

El tiempo va pasando. Los alumnos van llegando y la profesora abre la puerta. Adara nota varias manos tocando sus hombros en señal de ánimo. Y se siente idiota, como si estuviera a punto de morirse. Agacha la cabeza y resopla. ¿Pero qué se han creído, que tengo una enfermedad terminal, o qué? Tiene ganas de gritar que está bien. Que no necesita a ese imbécil, aunque no sea así. Tiene ganas de salir corriendo, de deshacerse de su mochila y alejarse de todo lo que le rodea, pero sabe que es imposible.
Se acerca a su mesa y se sienta. Paola la sigue y se sienta a su lado.

-Adara. -Susurra- A estos no les hagas ni caso, ¿Entendido? Son todos una panda de amargados.

Ella sonríe. Por un instante, las palabras de Paola la han despejado. Y se vuelve a sumergir en la cruda realidad.
La profesora explica, se levanta, pasea por la clase contando algo que Adara no llega a escuchar. Se pasa toda la clase con la mirada perdida, sujetándose la cabeza con la mano. Y así van pasando una a una todas las aburridas clases. No ha parado de repetirse que no haber ido habría sido la mejor idea. Pero ya no puede hacerle nada. Los profesores le han llamado la atención en diversas ocasiones, pero ella ni siquiera se ha inmutado. No se da cuenta de nada. Esta ausente. Piensa en él, pero también piensa en su madre. Ella prometió que seguiría en contacto con sus hijos, pero Adara no quiere hablar con ella después de su marcha. Se da cuenta de que no puede engañarse a si misma. Sabe perfectamente que daría cualquier cosa por verla ahora. Por ver brillar sus grandes ojos verdes, los que ella heredó. Por abrazarse a su dulce cuerpecito, y no soltarlo nunca. No sabe por qué la ha abandonado, y por otro instante siente que el estómago se le retuerce y el corazón se le parte en dos.
El sonido del timbre le hace perder el hilo de sus pensamientos. Sacude la cabeza y se levanta de la silla, metiendo todas las cosas en la mochila. Se la cuelga de un hombro y camina lentamente hacia la puerta. Paola la observa, y levanta la mano, haciéndole señas para que la espere. Recoge rápidamente sus libros y corre hacia ella, realmente preocupada. No ha dejado de observarla en todo lo que llevan de día. Entrelazan sus brazos y pasean hacia el patio. Salen, sintiendo la suave brisa del exterior, y se sientan en las gradas.
Paola saca del bolsillo de la chaqueta una pequeña barrita de cereales, y la parte en dos.

-Supuse que te dejarías el almuerzo. -Mira preocupada a Adara, y le tiende la mitad de su comida- Tienes que comer.
-Gracias Paola, pero no tengo hambre.
-Un trocito de esto te vendrá bien.

Adara niega con la cabeza, rechazándolo, pero la insistencia de su amiga la obliga a aceptar. Comen en silencio. Hasta que el timbre las sorprende, no han sabido de qué hablar. Se levantan, dirigiéndose de nuevo a las pesadas y aburridas clases que las atormentan, o, por lo menos, a Adara.
Caminan, entran dentro. Se sientan en sus mesas de siempre y escuchan, unos más antentos, otros más despistados. Aquellos más impacientes por que suene el timbre final; estos, distraídos sin ni siquiera saber qué hora es.
El tiempo va pasando, y Adara siente que cada segundo que pasa es más eterno que el anterior. Pasan las horas y las clases van llegando a su fin. Y los alumnos salen, hacia quién sabe dónde. Ella se despide de Paola y se acerca a su moto, arrodillándose para abrir el candado. Pero se atasca, como siempre, y es algo que la saca de quicio. Y prueba una y otra vez, hasta que al final opta por abrirse. Y resopla, nerviosa, cabreada, cansada.
Pasan los días, pasan algunos meses, y las mismas escenas se repiten, sin cambio alguno. Adara está harta de la rutina, pero no le queda otra opción. Todo se ha convertido en una espantosa rutina. Levantarse cada mañana y ver la habitación de sus padres sin su madre le presiona el corazón, y la angustia le provoca que se doble en dos. Las mismas clases aburridas de siempre la están volviendo loca, aunque ella no las escucha, pero el simple hecho de tener que estar horas y horas sentada en una silla, rodeada por esas miradas curiosas que aún recuerdan la fiesta, la atormenta y la hace sentir inferior, demasiado inferior e insegura como nunca antes se había sentido. Y el distanciamiento de la gente también se repite, día a día. Apenas habla con Paola, ni siquiera le apetece relacionarse con la gente. Y otra vez las clases sin sentido. Y el maldito candado que no se abre. Y las tardes encerrada en casa sin poder respirar más que el aire amargo que la rodea.

Es Viernes. Está sentada en la mesa de siempre, al lado de Paola, que no para de mirarla por el rabillo del ojo, inquieta y preocupada. Adara se enreda un mechón del pelo impaciente, con unas ganas increíbles de salir de allí. Y de repente, suena. El timbre deseado por miles y miles de alumnos suena con un volumen alto por cada aula. El chirriante y molesto ruido de sillas que se arrastran sin cuidado alguno envuelve todo el instituto, y casi suena más que el propio timbre. Adara abandona el instituto, caminando velozmente por el pasillo principal. Atraviesa la puerta, y observa sin querer a una pareja besándose sin temor ni preocupación de las miradas que puedan estar vigilándoles. Sólo les importa fundirse en ese tierno y dulce beso. Y empieza a pensar, de nuevo, que hace más bien poco tiempo, ella estaba ahí, rodeando a su chico con sus ligeros y suaves brazos. Sacude la cabeza, molesta consigo misma. Y se ordena a sí misma que pare, que ya ha pasado tiempo, que debe olvidarle.
Camina hacia la moto e intenta abrir el candado. Nada, otra vez igual, no se abre. Lo intenta de nuevo, pero está atascado. Resopla con furia y le propina una patada, enfadada. E intenta de nuevo, con más fuerza que antes, pero no se abre.

-¡Mierda, ábrete! ¡No me dejes tirada hoy! -da vueltas en el mismo sitio, alzando la voz, llevándose las manos a la cabeza.

Apreta los dientes y los puños, intentando no encararse con su moto una vez más. No quiere estropearla a base de golpes.
Nota que una mano le acaricia el hombro. Una mano aparecida de la nada. Se sobresalta y se gira rápidamente, asustada. Y siente que el corazón se le para por segundos. Siente que respirar es demasiado difícil, y que no le corre la sangre por las venas. Que la cara se le desencaja. Danel. Está justo delante de ella, con una tímida sonrisa.

-Es que no lo estás haciendo ven. Déjame a mí... - Él se arrodilla, mete la llave y con un fácil movimiento abre el candado.
-Se me había olvidado lo bien que lo haces todo.- Su tono suena irónico, con un toque de sarcasmo y de enfado que no puede ocultar. Le dirige una mirada asesina.
-Metí la pata, lo siento.
-¿Que metiste la pata? Metiste el cuerpo entero.
-Y lo siento, lo siento y mucho. Me habría gustado que las cosas hubiesen pasado de otra forma.
-Pero no fue así, pasaron como pasaron y ahora no puedes cambiar nada.- Adara se coloca el casco y se sube encima de la moto, dispuesta a arrancar, pero él le sujeta con fuerza las manos, impidiéndoselo.
-Adara, voy a ser sincero. Lo que siento por tí ya no es tan fuerte como antes. Ya no te quiero.

Ella se sube la visera, y contesta con un tono molesto:

-Creí haberte oído decir que me querías, cuando bajabas del piso de arriba semidesnudo.
-No sabía qué podía decirte, y sí, te quería. Pero ahora estoy seguro de lo que siento por tí. Y ya no es así.
Adara asiente con la cabeza, y aparta las manos de él. Mete la llave y arranca la moto. Pero Danel se pone delante, cortándole el paso.
-¡¿Pero, qué coño quieres ahora?!
-Quería decirte que, aunque no te quiera, me gustaría que fueramos amigos.

Ella se vuelve a levantar la visera, mirándole a los ojos. Y sonríe, como hacía mucho que no sonreía. Y asiente con la cabeza.
-¿Sabes, Danel? -Su tono es mucho más dulce que el que había empleado hasta ese justo momento, y se limita a decir- ¡Ni muerta!

Adara se libera de él y huye. Huye con amargura, pero con ganas de salir de ahí. Desea salir de el instituto, y, lo más deseado, es salir de cualquier parte donde se encuentre él, aunque lo ame.

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